Un sencillo conjunto de sauces fue plantado frente a la
ventana de su habitación cuando sus padres le dieron un espacio propio donde
crecer. Apenas gateaba cuando, de los pequeños montículos de arena, empezaban a
sobresalir los tallos. Sin embargo, lo recordaría muchos años después como una
de esas escasas pero vívidas escenas que le quedan a una persona grabadas de la
infancia.
Corrió la ventura de unos primeros pasos en esta vida que le
dieran impulso para el devenir futuro. Vivió con cierto rubor el desarrollo de
su feminidad durante la adolescencia pero, cuando llegó la juventud, pasó de un
estado introvertido que llegó a creer inmutable a florecer en la amistad y el
amor. Superaba los reveses con una determinación que, inconscientemente, a
ratos le hacía pensar por analogía en las fases iniciales de su vida: de nuevo,
sentía la plena fuerza de vivir.
Lo cierto fue que, tras varios lances amorosos de los que
nunca se arrepintió, encontró un extraño despertar por la simple compañía de un
joven complejo y de aspecto poco llamativo. Se extrañó de que aquella rara
deriva la hiciese dejarse llevar por impulsos que antes nunca hubo seguido,
reflexiva como había sido siempre ella. Con el tiempo, la novedad agitada se
convirtió en un tranquilo estado de pareja felizmente asimilado.
Un buen día, estudiando el último curso de medicina general,
se dio cuenta de que, su vida, era ya su estado. Estudiando que estaba un
sesudo tratado sobre el sentimiento humano cuando le saltó la voz de alarma: la
felicidad en la vida, se puso a reflexionar como antaño, esta vez con el
pensamiento algo acelerado, está sujeta a condicionantes ¿Podía ella supeditar
la suya al casi exclusivo de un amor pleno? Se sintió repentinamente falta de
libertad y, recobrando la rebeldía del impulso que tuviera en el segundo
amanecer de su vida, creyó sentir una tercera oleada de vitalidad.
Hizo las maletas, concluyó la carrera como pudo y empezó a
trabajar en un hospital. Todo el mundo la veía llena de iniciativa y fuerza en
su entorno. Trabajaba, viajaba, disfrutaba de la cultura fina y del buen
paladar. Pero, un día, de vuelta en su piso tras un día de trabajo poco intenso
que, sin embargo, fue abriendo paso desde temprana la mañana a inconscientes
balances emocionales, se sintió fatalmente cansada. Preparó una ensalada
acompañada de algo de agua mientras su vida iba pasando ante ella: pensó en los
sauces que crecieron con ella, en los años de timidez, en la feliz juventud y
el colofón del amor. Le entró una prisa feroz por ponerse en contacto con su
viejo amor abandonado. Lo primero que se le ocurrió cuando vio que los
teléfonos de contacto personal habían sido dados de baja fue llamar a los
padres de aquella víctima de la ingratitud o, quizá, el irreflexivo impulso
juvenil. Se puso al aparato el padre, que reconoció al instante la voz de la
chica. Con tono grave, le notificó su muerte por dolencias del alma tras quedar
abandonado, y se disculpó acompañando con un suspiro de ingrato recuerdo el
teléfono hasta colgarlo. Ella estalló a llorar, reconociendo en la ausencia
querida lo que de vacío tenía, ya, su presencia bajo la bóveda celeste.
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