domingo, 28 de agosto de 2016

El sastre


El invierno llegó. Recordaba el sastre que aquella mujer de porcelana jugaba con un cigarrillo mentolado en la comisura de los labios. Llevaba años perdido en la sensación de deriva desde que llegara a la ciudad y entrara a trabajar en la sastrería. Se decía que algún día crearía su propio negocio: era conocida su destreza para adornar el cuerpo femenino. Y, acostumbrado a ver mujeres de mundo, elegantes y cuidadas, a quienes tomaba medidas con seguridad, se mostró sorprendido ante aquella dama. Amaneció entre ellos una sincronía a primera vista, en lo que parecía un encuentro largamente esperado. Sintió Guillermo que volvía a tocar el suelo con los pies, y, de repente, el impulso le llevó a sentir su cabello entre las manos. Nunca se había atrevido a cruzar la frontera del deseo con sus clientas, y sin embargo.

 Embargado de pasión, fue quitando las piezas del vestido de su cuerpo, acariciando las formas de su piel suave. Pensó, viéndola como vino al mundo, tras el arrebato de la pasión y con una copa de champán, que la carne morena que daba forma a su cuerpo, de constituidas caderas y proporcionado pecho, descubría la verdadera belleza que sugerían los vestidos que, habitualmente, cubrían cuerpos de clientas que, como ella, algún día encontraron la  suerte del deseo. Poco después, se dijo, creó una sastrería propia, a la que acudían mujeres sabiendo que no ofrecía ni abrigos de piel, ni largas bufandas. Quizá sí algún guante ligero, pero, sobre todo, aquel tipo de vestido, quizá para una ocasión señalada, que invitaba a una vida efímera, desaparecer para reivindicar la conquista de la esencial belleza femenina.

sábado, 13 de agosto de 2016

Pequeña odisea


Adormecido por una noche de cavilaciones incesantes, veo con cierta desesperación la llegada del amanecer. Me pesa la mochila de un día que no hace más que empezar, víctima del cansancio, el pesimismo y una excesiva carga laboral. Derramo los cereales sobre la mesa de la cocina, casi resbalo en la ducha y salgo a la calle con calcetines desparejos.

Me demoro un poco: he pensado que sería buena idea tomar un café bien cargado, aunque no sea santo de mi devoción. Entro en la cafetería y mi mirada se emborrona ante los pechos de la camarera: no hay una nítida percepción de lo que podría haber sido una sugestión matinal.

Salgo hacia el metro, pero el café parece que, o no ha hecho aún efecto, o no ha sido suficiente para despertar mis alertas: me subo en dirección contraria. Tardo un par de paradas en darme cuenta del desliz, pero el repente que me provoca caer en la cuenta me envía de un salto al andén. Finalmente, llego al hospital, donde me espera un paciente y el equipo de ayudantes. En el quirófano, noto un coro de voces hablando al capitán de un barco a la deriva y, finalmente, cuando voy a hacer la primera incisión con el bisturí, me desmayo. Estaba anunciado, dicen algunos en los rumores de pasillos. Volverá a ejercer, dicen otros, más afectivos.

Lo cierto es que no me doy cuenta ya de lo que pasa, mi vida transcurre entre un susurro de voces que se acercan y se alejan, algunas familiares. Un día, abro los ojos. Veo a una mujer con una bata blanca mirándome atentamente y tratando de comunicarse conmigo. Balbuceo, sonríe. Poco a poco, voy recuperando el tono: mi conciencia va volviendo a ubicarse con el tiempo, alcanzo a hablar con naturalidad y, por fin, me dan el alta en el hospital. Ese día es especial: paseo con mi compañera, cenamos con cava y hacemos el amor. La vida gira y gira, y no se detiene mientras siga dando vueltas, pienso antes de revolverme en la cama y caer en un plácido sueño.