martes, 16 de junio de 2015

Agua perfumada


Tararea la canción del anuncio mientras deambula por su habitación tras salir de la ducha arropada por una toalla blanca. Se dice a sí misma que todavía es bella como ese agua perfumada que, unas gotas ahora sobre su cuerpo tras dejar el frasco sobre la mesilla… el tapón verde esmeralda por los suelos…, le susurra secretos de longeva juventud. Se acerca a la ventana y retira con mucha discreción un poco de la cortina, una mínima expresión convertida en ranura que le permite ver el luminoso día de la plaza monumental, con sus grandes escaleras renacentistas. Eleva el cuello en una expresión de gozo y deja caer de nuevo la cortina y, de paso, la toalla para encontrarse a solas con ese agua joven que surca su cuerpo y la subida autoestima de una mañana que la eleva a bonito cisne. Se regodea acariciándose los brazos, moviendo los pies con gestos de bailarina y… despertando por fin a una mañana que tiene comprometida la aventura de un corriente paseo de dama de rancio abolengo por su turística ciudad italiana, a juego con el aire cuco de esta mujer que se resiste a perder la belleza, viste ropas delicadas, pendientes a juego con la exquisita gargantilla y sale a la calle embutida en un tacón alto de zapato rojo sin más gafas de sol que sus penetrantes ojos oscuros. 

sábado, 6 de junio de 2015

Evocaciones musicales


Me dijeron que no fuera a un concierto en vivo, de los que empiezan a las diez de la noche con un gentío ya borracho. Me dijeron en la chula tienda de música que comprara el álbum y lo escuchara tranquilamente en casa. Volví al hogar con una sonrisa dibujada en la cara y el peso ligero del CD en la bandolera.

Comí un poco de queso camembert acompañado de pan con tomate y una copita de vino: ya empezaba a hacerse de noche. Recargadas las energías, me puse el álbum en el equipo de música y empecé a evocar los inesperados tiempos de reencuentros. Viejas amistades aparentemente truncadas, los dos habíamos seguido nuestra vocación por caminos diferentes. Él, recordaba, era letrista de música, poeta y estudioso de las costumbres hispanas en el S. XVI; yo, me mantenía con un humilde empleo de dependiente en una tienda de ropa y escribía obras de teatro en noches insomnes.

Nada me hubiera hecho pensar que, pasados quince años, después de haber escapado yo, desengañado y hasta hastiado de aquella ciudad sin futuro buscando otras latitudes, nos encontraríamos en la terraza de un café a media tarde de un sábado, cada uno con su caña y la mirada absorta en la fauna urbana transeúnte, en busca, nos reímos después al revelársenos aquella perenne coincidencia de caracteres, de historias que contar. Apuramos varias cervezas a lo largo de la noche, recordamos a Leo y a su perro, y empezamos a desgranar lo que cada uno había podido averiguar de las vidas de los demás gigantes de nuestra promoción. Qué fue de María con sus medias coloristas cuando, los jueves, le tocaba cantar en un bar del barrio canciones de Chavela; de José, con su pluma de tinta azul escribiendo versos tras una copa de whisky con hielo mientras los demás bailábamos al son de rockera música nacional; o de Nuria, con su carrera por gastarse el sueldo en cafés que la pusieran a tono. El uno se había casado, la otra, se decía, se había ido a México y allí cantaba en un garito. José, dejó el whisky y se llevó la pluma y sus versos tras una cubana a La Habana… Todos, unidos en aquella época, revivíamos de nuevo en una feliz reunión a través de la conversación de aquella tarde con mi entrañable Juan. Y, sin embargo, el cabrón un día volvió a desaparecer con una rubia. Esta vez no era de Alcalá de Henares, el tío se había adaptado a los tiempos y engatusó a una rusa jovencita. Yo, en un repente, reaccioné con una noche disparada con una copa de aguardiente y escritura desenfrenada, de nuevo en la soledad del creador.


Y el álbum llegó a su fin: me dijo en otra ocasión un músico que no hay que buscar una concentración racional en la melodía, sino dejarse llevar por la fuerza de esta hacia la evocación.